La cronología de la cultura ibérica se ha establecido de forma convencional en cuatro fases. De ellas, las dos primeras, el Pre-ibérico de Formación (750-550 a.C.) y el Ibérico Antiguo (550 a.C. hasta fines del siglo V antes de nuestra era) no parecen estar representadas en el horizonte cronológico de Begastri. Sí parecen estarlo las fases más tardías, el Ibérico Pleno (que abarca desde fines del siglo V a.C. hasta fines del siglo IV a.C.) y la Baja Época Ibérica (que se desarrolla desde fines del siglo III a.C. hasta los inicios del II a.C.). Siguiendo un esquema generalmente aceptado por los estudiosos de la cultura ibérica, en la primera fase de esta se manifiestarían los rasgos culturales históricos, esto es, el mayor apogeo. Finalizado el siglo IV y durante el III entra en una fase de crisis, que culmina con la llegada de los romanos a la Península Ibérica. En la última fase, la cultura ibérica recibe todos los influjos de Roma.

  El poblado de la tribu íbera begastrense bien pudo tener categoría de lo que hoy llamaríamos capital administrativa de un extenso territorio plagado de pequeños asentamientos en zonas llanas. Esa preeminencia explicaría el interés de los romanos por asentarse en el mismo lugar y edificar una ciudad que, hacia el siglo I después de Cristo, se convertiría en municipio romano. Si las excavaciones arqueológicas llegaran a confirmar que el poblado íbero ocupaba toda la superficie de la acrópolis (el sector más elevado), su extensión sería superior a cinco hectáreas, cifra que se viene barajando para los oppida más relevantes. La sociedad íbera estaba jerarquizada, tal como se aprecia en los diferentes ámbitos domésticos de los poblados y, sobre todo, en los monumentos funerarios (donde las clases aristocráticas fueron capaces de elevar monumentos de gran entidad). En el resto de la población se advierte la existencia de campesinos y de cierta especialización artesanal. Algunas mujeres también tuvieron una elevada posición social, tal como parecen indicar algunas conocidas esculturas del arte ibérico.

  La religión

  Los santuarios más significativos de esta cultura se sitúan en emplazamientos naturales, en la cumbre de montañas o en cuevas con algún nacimiento de agua, donde se realizaban las ofrendas, que variaban en función de la condición social del oferente y la naturaleza de la petición a la divinidad. No obstante, los estudiosos de la religiosidad ibérica están interpretando algunos edificios existentes en el interior de los poblados como una especie de capilla o edificios sacros. Muchos de ellos perduran hasta época imperial romana. Constituyen prácticamente el único documento arqueológico disponible para hablar de la religión íbera, debido al intenso proceso de romanización, que ha borrado gran parte de la primitiva religión indígena. Característica esencial de esos santuarios es la ausencia de una arquitectura religiosa monumental, con la única presencia de capillas para depositar los exvotos, tal como se ha constatado en el Cigarralejo (Mula) y La Luz (Santo Ángel, Murcia).

  Aunque no se puede descartar que existiera un santuario en el interior del poblado ibérico de Begastri, es posible que sus moradores y los de otros asentamientos de su entorno acudieran al cercano santuario de la Fuente del Recuesto (siglo IV a.C.), en gran parte destruido recientemente. Se observa en este santuario un culto tradicional que participa de los rasgos habituales de la religión mediterránea de la época: ofrendas de objetos personales, exvotos y vasos de tipo suntuario. Estos lugares de culto eran centros de peregrinación y se encontraban bajo la tutela de los dioses y, por lo tanto, era un lugar protegido cuya paz no podía se perturbada sin caer en sacrilegio. En este santuario aparece un culto indígena de gran importancia en la cultura ibérica: el culto al caballo. Epona fue una diosa ecuestre protectora de los difuntos, su culto explica la importancia del caballo en los pueblos prerromanos, ya que era considerado un animal psicopompo, conductor o guía de las almas en su viaje al más allá. La existencia de representaciones ecuestres en estelas funerarias puede justificar esta creencia.