Los agricultores solían cargar los sacos de trigo a lomos de los carros o de las bestias, dirigiéndose al molino. Allí el molinero pesaba el trigo en un peso que se denominaba romana, para saber lo que se iba a moler. A continuación se limpiaba el grano, para lo cual se solía utilizar lo que se denominaba cedazo, que actuaba como si de un colador moderno se tratara. También, a veces, según el modo, se solía pasar por agua y se dejaba secar bien, ya que no podía ser molido húmedo porque se podía estropear.

Por ello, cuando estaba bien seco se ponía en la tolva y de allí el molinero iba dejando caer los granos entre las piedras de moler. Conforme se convertía en harina se iba cayendo a lo que se denomina en algunos sitios como el harina. De allí el molinero la arrastraba para posteriormente llenar sacos con ella. A veces el mismo molinero cernía la harina, que consistía en volver a colarla con un cedazo más fino para quitarle cualquier tipo de impurezas, pero normalmente quién había mandado moler lo prefería hacer él mismo, por la desconfianza de que el molinero se aprovechara y se quedara con parte.

Finalmente, la harina se transportaba mediante carretas o animales, tal y como había venido. Al molinero se le pagaba con lo que se le ha conocido como la maquila, es decir, el molinero se quedaba con un tanto por ciento de lo molía. Esto tradicionalmente ha supuesto que se creyese que los molineros se cogían más de lo que debían, ya que era difícil de controlar, pues los sacos en grano pesaban mucho menos que cuando se convertían en harina, el mismo refranero español refleja esa desconfianza: “No te cases con herrero, ni con labrador mediano, cásate con molinero que maquila con su mano”.

En los últimos años es muy difícil encontrar algún molino abierto, aunque los hay; la mayoría están en ruina o prácticamente desaparecidos. En algunos casos se han reconvertido en casas rurales o restaurantes.