Es importante considerar que tres años después de estrenar la cofradía de Jesús su paso de La Caída (1752) Salzillo obtuviera, tras reiteradas solicitudes el nombramiento de escultor y adornista de la ciudad, distinción sumada a los elogios anteriores de sus contemporáneos. Las obras de Salzillo habían vestido desde 1730 los retablos e iglesias murcianos y dotado a aquellas máquinas doradas de un lenguaje nuevo y armonioso con la arquitectura. El resultado de experiencias en el campo devocional sometidas a los rigores de la contemplación en la quietud silenciosa del santuario ahora se veían envueltas en el tumulto de una ciudad entre calles y plazas angostas por las que se movían unos actores dotados de significados nuevos y distintos entre filas de penitentes y regidores vestidos con elegantes túnicas adornadas de puntillas, puñetas de encaje e ínfulas colgantes, calzados con zapatos de hebillas de plata. El valor de los sentidos se abría camino al calor de una sociedad aliada con una nueva forma de adornar el cuerpo que certificaba la identidad lograda entre naturaleza y artificio.

     Luis Santiago Bado, siguiendo la pauta marcada por una época acostumbrada a equívocos juegos en los que se alababa la confusión entre arte y naturaleza, definía la calidad artística de Salzillo en función de esos engaños visuales. De ahí que, al celebrar la importancia del escultor, afirmara en los párrafos iniciales de la biografía remitida a la Academia de San Fernando que siendo “Hijo de un escultor de mérito regular tubo siempre a la vista … el vivo modelo de la virtud que formaron la veracidad de sus palabras, la justificación de sus tratos y la integridad de sus costumbres, cuyas bellezas supo copiar con tanta exactitud que pudo equivocarse tal vez con el mismo original”. La identidad planteada por Bado entre imagen y prototipo se basaba en la teoría de la imitación muy conocida desde la Antigüedad. Una obra de arte era más perfecta si a los espectadores resultaba difícil distinguir lo pintado de lo real. “No sólo las artes de prosistas y poetas son favorecidas por la inspiración de los dioses, que sopla sobre sus lenguas”, decía Calistrato. “También las manos de los escultores reciben los divinos alientos a la hora de crear sus obras, dictadas por el entusiasmo”. Era el inicio de sus entusiastas palabras sobre una Ménade de Scopas en la que “la piedra, sin dejar de serlo, parecía ignorar la ley de las piedras; lo que se veía era, en realidad, una escultura, pero el arte conducía aquella imitación al universo de lo real”. Adherirse a lo verdadero. Ése era el objetivo. Cuando Gregorio Ferro pintó el retrato del escultor Felipe de Castro en su taller ante el busto del conocido padre Sarmiento, una leyenda al pie insistía en parecidos razonamientos, pues si el artista había realizado en mármol sus obras, la naturaleza al contemplarlas las había considerado suyas. Ya no era sólo la confusión del espectador, capaz de conmoverse con los sayones de Salzillo como aquellos italianos del renacimiento lanzados en tropel sobre unos verdugos de Andrea del Castagno a quienes habían confundido con seres reales, sino que la propia naturaleza, confundida, se mostraba incapaz de reconocer su propia obra. La verdad aparente, la fuerza persuasiva del arte, regían los principios de la imitación.

     Esta idea aparece con gran cantidad de ejemplos en todos los estudios que orientaban la formación del artista y condicionaban su genial habilidad para inspirarse en la naturaleza a su capacidad de observación, impulsando a los principiantes “a ver en la naturaleza el origen de las artes y a buscar en ella sus fuentes de inspiración.” La identidad resultante era la causa de esas aludidas confusiones entre verdad y ficción, entre imagen y modelo natural.

     No podemos separar algunos de los logros de Salzillo de ese código visual que prestó sus adornos y diseños al campo de la policromía. Líneas atrás quedaba establecida la profunda unión existente entre talla y color como partes de un sistema unitario, aun a despecho de tratadistas como  Pacheco empeñado en demostrar que ambas fases constituían un proceso diferente. Salzillo, como otros escultores, mostró la relativa validez de tal argumento, si se interpreta como algo más que como una imposición de rigores gremiales. La realidad, por el contrario, se presentaba a nuestros ojos determinada por formas, volúmenes y colores inseparables de su propia existencia como  bjetos. El escultor, como el pintor, se aproximó a la realidad figurativa por distintos caminos, todos susceptibles de igual estima y eso reclamó Salzillo en su doble condición de escultor de la pintura y de pintor de la escultura. Tal identidad –su ruptura habrá de esperar al mundo contemporáneo– produjo la armonía deseada por Palomino, censor de las esculturas “mal coloridas”. Aquellas imágenes criticadas eran para el cordobés signo de la incapacidad del artista para mostrar con todo rigor la entidad de la escultura como segunda naturaleza.

     Esa posibilidad de encontrar en el entorno conocido los modelos concretos de vida sobrenatural prendidos en la escultura, fue acaso una de las razones del triunfo de Salzillo y el mejor testimonio de su fama proyectada en el tiempo por sus discípulos y seguidores. Pero el personaje se conoce igualmente por los testimonios documentales que nos hablan de su vida. En la exposición el tercer testamento redactado pocos días antes de su muerte (1783), cuando, enfermo y en la cama, rectificó sus dos anteriores decisiones, se complementaba con la información recogida varios años después por su inventario de bienes. Si importante resulta el momento solemne en que el hombre se enfrenta con el más allá y recapitula los momentos cruciales de su existencia, hace profesión de fe y balance de todo cuanto posee como herencia espiritual y material transmitida a sus herederos, los inventarios de bienes nos hablan de su forma de vida y costumbres y del entorno más íntimo y personal. Ello nos permitió conocer la disposición de su hogar, las ropas y menaje de su vivienda, la amplitud de las estancias y sus aficiones personales.

     Entre el habitual recuento de enseres y ropas ciertos apuntes hablan de los gustos personales del artista y de la reserva hecha de algunas obras para el culto doméstico o para el deleite artístico. Salzillo se reservó para uso personal unas pocas esculturas salidas de sus manos, acaso aquéllas que mejor definían su sensibilidad espiritual y eran las más adecuadas para el culto doméstico. Un boceto de la Virgen de los Dolores, de los muchos propuestos para las realizadas a partir de 1739, una pequeña Inmaculada, un Niño del corazón y un salterio. Si las primeras evocan las preferencias devocionales del escultor, por otra parte, no muy diferentes de las que habitualmente poblaban rincones y escaparates en las casas, el salterio es un signo revelador de sus aficiones musicales, ciencia y arte en los que fue iniciado por el músico Tadeo Tornel con el que compartió Salzillo responsabilidades docentes en la Real Sociedad Económica de Murcia. Ese dato nos ofrece una imagen del artista comprometido con los progresos de la época y se relaciona con aquellas reuniones nacidas de la búsqueda de nuevos saberes que el movimiento ilustrado estaba brindando al conocimiento. Siempre ha sido reconocida la iniciativa del escultor de celebrar reuniones domésticas con sus amigos ilustrados para debatir asuntos artísticos en una suerte de academia privada en la que se aprendía también a dibujar del natural.

     No es una novedad esta iniciativa para una época acostumbrada a los salones literarios y a representar obras teatrales o escuchar música en los lujosos interiores aristocráticos. La novedad residía en la elección del lugar –el taller del escultor– y en la forma de combinar las enseñanzas habituales sometidas ahora al rigor de una disciplina docente más eficaz con las inquietudes de una sociedad más crítica. No es necesario imaginar ni proponer los nombres de los que habitualmente frecuentaron las reuniones ni siquiera los temas de interés debatidos. El hecho, transmitido por Baquero, quien ingenuamente pensaba que tal distracción fue un recurso del artista para evadirse de la amargura producida por la desaparición de su esposa, es mucho más importante que el de un simple entretenimiento. Al imaginado catálogo de temas propuestos –representación de la naturaleza, importancia del dibujo, reformas de la educación, nuevos descubrimientos científicos– se sumaba la presencia de la música. Hasta ahora habíamos hecho a Salzillo poseedor de una cultura visual cada vez más sorprendente. Nunca habíamos parado mientes en la presencia de la música entre su bagaje cultural por más que recordáramos a los pajes del Nacimiento como reflejo de la importancia que junto al baile tuvo en la sociedad galante contemporánea.

     La música había irrumpido como instrumento más de las “luces” de la cultura. Tomás Iriarte escribió un poema dedicado a la misma ilustrado con láminas de Gregorio Ferro y de Manuel Salvador Carmona, considerando en una de ellas su sometimiento a la religión. En fin, el marqués de Ureña había trazado en el clima del cristianismo ilustrado las necesarias pautas para su correcta utilización en el marco de unos templos sometidos a una más severa revisión decorativa. Todos estos hechos no pueden pasar desapercibidos para una iniciativa como la aquí tratada de la que se deduce el interés por todos los sectores del conocimiento y la forma en que calaron en el ánimo del artista los progresos de su siglo.

     Un objeto como el salterio cobra una importancia excepcional entre la copiosa minuta de propiedades adquiridas a lo largo de su vida. Esa larga trama de compraventas, alquileres, cultivos de morera, inmuebles y permutas dibujan a un personaje tan real como el pintado por Joaquín Campos. El retrato, fiel reflejo de la apariencia del escultor en los años previos a su muerte, no sólo se construye mediante la observación atenta del individuo sino también mediante el análisis de los objetos y enseres que le rodearon en vida de forma que podemos reconstruir –y la exposición contenía elementos suficientes para ello– todo el entorno familiar, la estructura del taller, sus éxitos como artista y el consuelo de una eterna memoria. Tal era la aspiración de todo artista, cuyos nombres quedarían, como Palomino afirmaba, escritos en los bronces de la fama.

     Pronto Salzillo tuvo el reconocimiento de la historia. Pocos años después de su muerte Luis Santiago Bado, a quien había conocido en la Económica de Murcia, redactaba en unos pliegos manuscritos remitidos a la Academia de San Fernando de la primera biografía conocida. Este matemático elaboró  un relato admirable lleno de anécdotas y de consideraciones estéticas combinado con el primer catálogo de su obra. En el conjunto de papeles destinados a perpetuar la memoria de nuevos habitantes del Parnaso artístico español, Salzillo fue objeto de la biografía más extensa sólo comparable a la extensión de las oraciones fúnebres académicas. Independientemente de los elogios salidos de la pluma de un paisano dispuesto a ensalzar las virtudes del escultor en una mezcla armoniosa de valores estéticos y morales, por primera vez se hacía a Salzillo poseedor de una cultura material y visual acorde con las inquietudes de los artistas del XVIII provistos de los mismos valores que la Academia proponía como fuentes de conocimiento y aprendizaje. Siempre la literatura artística ha elevado a la condición de modelo a los artistas renovadores que superaron las sombras del pasado. Entre los recordados por Bado los de Berruguete, Becerra, y otros eran invocados entre una escogida lista de artistas españoles e italianos a los que sorprendentemente añadió el de Velázquez. Esas notas, utilizadas posteriormente por Ceán Bermúdez, muestran el contradictorio devenir de la historiografía de los siglos XIX y XX, empeñada en aislar al escultor de su mundo. Las relaciones establecidas por los autores del catálogo de la exposición con las conquistas del arte de su época y la utilización de modelos de la Antigüedad hablan del compromiso de un artista dotado de recursos para ofrecer una visión nueva de viejos modelos.

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