En la España del siglo XIX, las sucesivas ventas de terrenos comunales, del Estado, la nobleza y la Iglesia, esto es, las desamortizaciones, vinieron un notable alivio a la Hacienda Pública y, en algunos casos, indujeron un proceso modernizador y transformador en el campo español. Sin embargo, la enajenación y transformación de una parte importante de los montes y superficies boscosas españolas acabó representando una gran pérdida ecológica.
La materialización de esa política desamortizadora, iniciada con la Ley de Desamortización Civil de 1855, de Pascual Madoz, promovió un proceso paralelo de conservación del patrimonio forestal público. Así, se dispuso que la Junta Facultativa de Ingenieros de Montes (cuerpo dependiente del Ministerio de Fomento) emitiera un informe sobre los montes que se debían exceptuar de la venta.
Este informe se convierte en la base y fundamento que dio origen al primer estatuto jurídico-administrativo de protección de los montes públicos.
En 1859, a raíz de este informe y con apoyo del Ministerio de Fomento, se dictó un Real Decreto con el fin de elaborar la 'Clasificación General de los Montes Públicos de España', distinguiendo entre los enajenables y los exceptuados de la desamortización.
Después de la conclusión de esa clasificación, en 1962, el Ministerio de Hacienda la consideró demasiado proteccionista y ordenó la formación de un nuevo 'Catálogo de Montes Exceptuados de la Venta', mucho más restrictivo y con criterios poco científicos.