La romanización del Sudeste peninsular.
La llegada de los romanos a la Península Ibérica se produce en el contexto histórico de la Segunda Guerra Púnica. Desde el inicio del enfrentamiento, tras la toma de Sagunto por Aníbal en el 218 a.C, la iniciativa militar de la guerra la llevó siempre las tropas púnicas, que incluso infringieron aplastantes derrotas a los romanos en Cannas y Trasimeno, llevándolas a las puertas de Roma.
El Senado romano decidió cambiar de política; emprendiendo una táctica dilatoria en Italia, los romanos, liderados por Publio Cornelio Escipión, atacaron la principal base de operaciones púnica, la Peninsula Ibérica. Tomaron en primer lugar Tarraco (Tarragona), logrando pasar el río Ebro, consiguiendo paralizar el envío de refuerzos a Italia. Progresivamente, fueron ocupando otras ciudades, como Sagunto y Carthago Nova, principal base púnica, que cayó en 209 a.C. A partir de este momento, fueron conquistando otros importantes enclaves púnicos como Baecula (Bailén) o Gades (Cádiz), completándose en el año 207 a.C. la expulsión de los cartagineses de la Península Ibérica.
Roma tuvo, por tanto, el camino libre para consolidar no sólo los territorios que habían ocupado durante la Segunda Guerra Púnica, sino para extender su control sobre un vasto territorio, rico en recursos minerales (hierro, plata, mercurio, estaño, cobre) y agropecuarios. La conquista de la Península Ibérica no fue un proceso fácil, sino que se prolongó más de doscientos años. Aunque los territorios del Sudeste se incorporaron rápidamente al mundo romano, en muchos casos mediante pactos de amistad, el resto ofreció mucha más resistencia. Durante los siglos II a.C. y el I a.C., Carthago Nova fue la ciudad que aseguró el abastecimiento del ejército romano y que sirvió de fuente de financiación militar.
Gracias al papel jugado en la conquista romana de la Península, esta ciudad portuaria recibió continuas corrientes inmigratorias procedentes de Italia, grupos atraídos por la riqueza de estas tierras, por la explotación de sus recursos, que ya desde inicios del siglo II a.C. se asentaron a lo largo y ancho del Sudeste peninsular, iniciándose un proceso de aculturación que tendrá como resultado final la generalización de una cultura común, la romana, que en parte asimiló, y adoptó como propias la identidad cultural ibérica.