A comienzos del siglo XIX, con motivo de la invasión francesa, se realizaron obras en la muralla, especialmente a partir de 1809 con la posible intervención de Pablo del Villar. Estas obras consistieron en la apertura de trincheras de cuatro metros de ancho por cuatro de profundidad fácilmente inundables en caso de necesidad. Para ello se creó, en julio de 1810, un auténtico ejército de 'inundadores' dividido en 32 brigadas que incluía capataces y todo el personal preciso al efecto, distribuidos a lo largo de las pedanías que circundaban la ciudad. Asimismo, para defender la fosa de inundación se habilitaron 23 casas con aspilleras. Este sistema, unido a la mejora de puertas y baluartes, elevó los gastos, en septiembre de 1811, a 1'3 millones de reales
El segundo momento histórico para la muralla se produce durante el Trienio Liberal (1820-1823) período que supuso además de un cambio político, ideas de apertura y libertad, hasta el punto que llevaron a la capital a quedarse sin sus pedanías ya que una gran parte de ellas se independizó creándose numerosos pero pobres ayuntamientos.Coincidiendo casi con este desmembramiento municipal se desmonta parcialmente la muralla demoliendo incluso puertas y portillos. Las obras de demolición, a cargo de Francisco Bolarín García, duraron de febrero a mayo de 1821. Esta demolición se circunscribió a las puertas del Malecón, Puente, Garay, Castilla, Orihuela, Puerta Nueva y Siete Coronas, así como en los portillos del Carril, Bolos, Traición, Mesón de San Francisco, Santiago, La Compañía y Calle Nueva, bajo la supervisión de Juan Alvarez y todo ello por un montante de 1.310 reales. Pero también fue a comienzos de este mismo 1821 cuando se demolió la zona ruinosa de la extinguida Inquisición. La obra fue llevada a cabo por José Cárceles, con un presupuesto de 3.800 reales.
Las tropas carlistas realizaban incursiones diversas en territorio cristino, pero fueron sobre todo las partidas carlistas, formados por partidarios de Carlos María en cada zona o región, las que mantuvieron en jaque a las autoridades locales. En términos municipales como Yecla, Abanilla o Lorca sufrieron su presión directa durante toda la primera guerra carlista y la enorme movilidad y modus operandi de pequeños grupos produjo muchos sobresaltos a las tropas regionales de Cartagena, Jumilla, Cieza o la propia capital, especialmente entre 1836 y 1838.
En Murcia los ánimos alcanzaron un grado de crispación y de alarma tal, que se decidió construir una nueva muralla de mayor perímetro que la medieval aprovechando los materiales de los conventos de la ciudad abandonados. La orden de demolición de los conventos que fueron asaltados en 1835 se dio el 27 de abril de 1837 y se hizo para "entretener y alimentar a la clase proletaria de que abunda esta capital. El presupuesto inicial fue de 2.108.404 reales. Las obras y el acarreo de materiales comenzaron mediante embargos de algunos medios de transporte. Pero pronto se vio que los costos de la obra resultarían cuantiosos, de manera que se decidió obtener recursos de la Policía de Ornato, a la que se le requisaron 26.000 reales que suscitaron la consiguiente protesta de los afectados. También los fondos de Obras Pías hubieron de contribuir con otros 10.000 reales.Sin embargo, cuanto se recaudaba resultaba insuficiente puesto que los gastos continuaban aumentando rápida e ininterrumpidamente y, apenas diez días después de iniciarse las obras, hubo de solicitarse un préstamo de 400.000 reales al Cuerpo General de Comercio y Hacendados.
La monumental obra resultó un pozo sin fondo que provocó reiteradas protestas de hacendados y vecinos de la ciudad.De modo que entre junio y septiembre se toman una serie de medidas urgentes (compendiadas por el coronel Diego Rubio y Navarro). Podríamos decir que se inicia en ese momento una segunda fase en la construcción de la muralla de Murcia. Así pues, se acuerda un reparto vecinal de diez reales por cabeza para conseguir 300.000 reales (algo después, por quejas y la imposibilidad de llevar a cabo la medida, se rebajaría a 100.000 reales).Se conmina a los veinte principales contribuyentes a que aporten, en veinticuatro horas, 100.000 reales mediante empréstito forzoso reintegrable.Algunos personajes de la lista alegan contra su inclusión el no ser vecinos de la ciudad; es el caso de Rafael Miró. La tercera medida de esta fase consiste en imponer arbitrios a los alimentos: un real por arroba de sardinas; cuatro al quintal de bacalao y otros tantos por cada cerdo; diez reales por cada carga de madera.Ningún productor se libra: arroz, papel, cáñamo, carne, aguardiente, pimiento..., y los prestamistas, mientras tanto, cobrando el 6% para una obra que, arbitrios aparte, se acercaría a 1.400.000 reales de costo. De los materiales empleados, especialmente ladrillos, de los conventos derruidos (Capuchinos, Carmen, San Diego, San Francisco, Santa Teresa o Verónicas) se ocupaban: el marqués de Camachos, José Monassot, José Herrera y Pedro Manresa, llevando un riguroso control de la piedra, el ladrillo, la madera, el hierro, así como de los objetos de valor religioso o cultural.
En enero de 1838 dio comienzo la tercera y última fase del amurallamiento. Manuel D'Estoup propuso, a tal efecto, la creación de una comisión que estudiase el estado de las obras y se procediera a la subasta de las tareas aún por afrontar hasta la total terminación del recinto, es decir: relleno de baluartes, adornos y esculturas, arreglo del murallón situado junto al Puente de Piedra, Baluartes en los Centros de la Cortina del Malecón, Puerta Nueva, Puerta de Castilla y Puerta de Orihuela, así como tramos en Las Cortinas, Molino del Zoco, costados de la Cortina de la Puerta de Garay, Baluarte del Río y Casas de Menchón y Rejón. Para todo ello se dio un plazo de unos cuarenta días y se sacó a subasta la realización de puertas, esculturas y adornos. Los diversos licitadores que se hicieron con las obras fueron: Juan Ibáñez, Diego Martín Almela y Rafael de Campos. Los encargados de velar por el cumplimiento de trabajos y plazos fueron los diputados Zamorano y D'Estoup.
La segunda acción reconstructiva de importancia tuvo lugar en 1860. Se centró en la demolición-reconstrucción de 520 pies de muralla existentes en la zona Norte de ésta, concretamente en los pasos de Santiago, debido al estado de ruina que presentaban en enero de ese mismo año. El arquitecto encargado del proyecto fue Diego Manuel Molina.La obra salió a subasta por 11.230 reales estableciéndose un escaso plazo de ejecución de 20 días. A finales de septiembre de 1868 tuvo lugar un levantamiento liberal contra Isabel II, constituyéndose en Murcia –como consecuencia de ello– la Junta Provincial Revolucionaria de manos de personajes como Joaquín Baguena, Antonio Hernández Amores, Jerónimo Torres, Jacobo Tamayo, o Rufino Marín Baldo, entre otros. La Junta dio la autorización en sesión extraordinaria del 18 y se procedió a publicar la subasta para la demolición de la muralla de 1837, eso sí, subdividida en tramos a fin de facilitar a los postores la adquisición de derechos; la altura de esta 'cerca' oscilaba entre los 3 y los 5 m.
Quedaban en pie ocho tramos con una extensión de 7.894 m y cuatro puertas. Un tramo afectaba directamente a diecinueve vecinos que al ser colindantes tenían derecho de servidumbre por lo que en vez de salir a subasta se les pedían 622 escudos y 500 milésimas. Los ocho tramos restantes, con unas medidas que oscilaban entre los 432 y los 1.484 m, salieron a subasta el 22 de octubre. Dos tramos quedaron sin postor y de otros dos tan sólo se 'vendió' la mitad. Prácticamente el derribo de la muralla quedó en manos de Antonio Piqueras.
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- Montes Bernárdez, R.: "LAS MURALLAS DE MURCIA EN EL SIGLO XIX. RECONSTRUCCIÓN Y DESTRUCCIÓN", Revista Murgetana nº 106