Históricamente, podemos documentar los primeros intentos de adaptación al medio subacuático hace unos 3.500 años, también y paralelamente el afán por la recuperación en este medio de objetos de valor, reparaciones de embarcaciones, guerra submarina o pesca y recolección.
Del siglo XV a.C. tenemos bajorrelieves asirios como el bronce del Palacio de Balawat en el cual podemos observar a buceadores ataviados con las vestimentas propias de esta cultura y sus largas barbas y gorros sumergirse con ayuda de odres de cerdo inflados con aire, un ejército cruzando un río para asaltar una fortaleza por sorpresa. También los relieves del Palacio de Assurnasirpal, con el propio Rey sumergido con el mismo método. O en Egipto en la tumba de la Reina Hatshepsut.
En época antigua tenemos referencias de la Grecia Clásica de la pluma de Aristóteles; y de Roma por los escritos de Plinio el Viejo, los urinatores, soldados pertrechados con largas cañas para recibir el aire bajo el agua que se acercaban a las embarcaciones enemigas con el fin de sabotearlas.
Ya a partir del siglo XVI d.C., las monarquías europeas, embarcadas en continuas guerras dinásticas y territoriales y el enorme impulso en materia marítima que vive esta época, con el descubrimiento y conquista desde el siglo anterior del continente americano, el alcance del Sur del continente africano y el océano índico, La India, Sudeste Asiático, Japón y el océano Pacífico y la aceleración del comercio mundial y sus rutas marítimas con la consecuente construcción de infinidad de navíos, reavivan el deseo y necesidad seculares del ser humano por adaptarse y trabajar bajo el agua.
Citaremos ejemplos como el diseño de diferentes trajes individuales y la construcción de aparatos, en sus inicios casi todos con forma de campana que, al introducirla bajo el agua, dejaba una burbuja de aire interna que podemos ir aprovechando, como la Campana de José Bono de 1582, aceptada por Felipe II para bucear y recuperar tesoros hundidos en todos los territorios de su Reino o los rescates de navíos realizados por Pedro de Ledesma en 1623.
Otros ejemplos son la máquina para el rescate de navíos hundidos de Jorge Bosch en 1778 y la creación de las primeras escuelas de buzos del mundo, por Real Decreto de Carlos III en 1787, creando un cuerpo dentro de la Armada en sus tres Departamentos de Cádiz, Ferrol y Cartagena. Ya en Cartagena tenemos noticias, por las fuentes, de la recuperación de una Galera Romana en 1751 y de otro barco dentro de las instalaciones del Arsenal Militar. Por citar casos españoles, pioneros en todas las épocas.
En el siglo XIX aparecen las primeras escafandras alimentadas de aire desde superficie por una bomba manual y con un pesado casco de bronce hermético, el llamado buzo cásico, diseño evolucionado del británico Siebe, que con un grueso traje de lona más o menos impermeable y pesadas botas de plomo y lastre, se introducía en los fondos marinos.
Con estos trajes constatamos las primeras excavaciones-recuperaciones de objetos arqueológicos como tales (un poco más tarde al nacimiento de la Arqueología como verdadera Ciencia, con un método por evolucionar, a fines del s. XVIII). La primera de ellas la recuperación arqueológica en Anticitera (Grecia) en 1900, de un mercante romano del siglo I a.C. y a 60 metros de profundidad. Debemos citar también que en 1891, en Creus, es encontrado un pecio romano por un buzo coralino que rescatará unas sesenta ánforas a 32 metros.
José Rodríguez Iborra