La Ñora vive a mediados del S. XIX una vida tranquila y apacible. Cuenta con unas 120 casas en su núcleo de población, muchas barracas y alrededor de 1.700 habitantes. Los hombres se emplean en la fábrica de la pólvora y la agricultura, pero también hay unos cuantos vecinos que son arrieros. En tanto sus hijos acuden esporádicamente a la escuela, regida por Cipriano Galea y, los domingos, todos con sus mejores galas, se dan cita en la misa de la parroquia dedicada a Nuestra Señora del Socorro.
Pues bien, el 16 de octubre de 1850 amaneció borrascoso desde primera hora de la mañana. Bien temprano la Guardia Civil de la ciudad de Murcia recibió una información confidencial; era un chivatazo de un tal Blas Reyes que aseguraba saber de buena fuente que en una casa de La Ñora llevaban varios días reuniéndose a escondidas tres individuos de sospechoso comportamiento, posiblemente bandoleros, conspirando. Se aceleraron los preparativos y aquella misma tarde varios guardias salieron rumbo al corazón de la Vega murciana dispuestos a sorprender a los presuntos delincuentes en cuanto cayera la noche. Los componentes de la partida eran el Subteniente Inocencio Ramos, el cabo Silvestre Iniesta y varios números, entre ellos, Ramón Martínez.
Nada más llegar a La Ñora rodearon la casa sigilosamente y después llamaron a la puerta. Lejos de abrir o contestar, sin mediar palabra ni escucharse el menor ruido, tres sombras saltaron al corral intentando huir por detrás de la vivienda. La Guardia Civil les gritó el 'alto', orden a la que los forajidos respondieron con un desesperado: 'defenderse'. Los trabucazos en todas direcciones desgarraron la oscuridad silente, temerosa; las puertas y ventanas vecinas se atrancaron expectantes mientas la lucha se encarnizaba y, al fin, tras la última detonación, cesó el fuego. En el suelo yacían abatidos los cuerpos de los tres bandoleros. Uno era vecino de La Ñora, Antonio Matencio el Cojo el Amante, ladrón de cuadrilla buscado por el Juzgado de Mula, con él andaba un tal José Charques Hernández Joseillo, natural de Murcia, que debía peinar canas ya que por aquel entonces llevaba cumplidos veinte años de presidio y el tercero era Salvador Sánchez, natural de Bullas. Allí acudió aquella noche el párroco local, Pedro Alcántara, presto a cumplir con su oficio, y les dio un responso y la misericordiosa bendición con la que se despide de este mundo a todo cristiano por muchas fechorías que haya cometido.
Enseguida dieron comienzo las investigaciones e interrogatorios fruto de ellos se averiguó que varios bandidos andaluces habían estado en el lugar en reunión con otros murcianos y gracias a los informes obtenidos pudieron ser buscados con éxito y detenidos horas después los dos que faltaban. Se trataba de: José Hernández molinero, de Alcantarilla y Francisco Hernández Monecillo, de Las Torres de Cotillas.
Poco podía sospechar el delator de semejante cuadrilla, el tal Blas Reyes (nacido en 1808), que su final sería mucho peor que el de aquellos. Vecino de La Ñora, era un tipo enjuto pero fuerte y de un temperamento tan colérico que en un arrebato de celos mató al padre Antonio Selfa, del Convento de Los Jerónimos. Perseguido por la justicia fue detenido en la Contraparada, pero logró escapar iniciando desde ese momento una frenética y sangrienta huida en la que asesinó a una joven llamada Trinidad por negarse a acceder a sus deseos carnales, mató a un arriero que tuvo la desgracia de tropezarse con él y tomó como rehén al tío Magán, en Sangonera. Por fin, la Guardia Civil logró cercarlo y herirlo en una pierna. Disminuido así físicamente pronto fue alcanzado en la cabeza y, una vez en el suelo, el miedo de sus perseguidores y la saña le hizo recibir siete cuchilladas de bayoneta.
Las fuerzas que fueron su perdición iban comandadas por Francisco Tornel García, del Puesto del Javalí. Fue en el verano de 1857 y contaba entonces con 49 años de edad.